A Alejandro lo conocí en la universidad, unos amigos en común me lo presentaron y hubo empatía, hablando nos dimos cuenta de que vivimos cerca, somos buenos filosofando sobre diversos temas del mundo y de la vida. Debo admitir que me sentía como su discípulo, esta es la tercer carrera que comienza y al parecer la primera que terminará.
Entre una conversación y la otra, siempre lo veía ir y venir en bicicleta y me decía: ¿Cuándo te vas a animar pues a comprar la tuya? yo con pocos pesos en el bolsillo, le decía que cuando tuviera la oportunidad.
Pocos días después le dije a Alejo que tenía 70 mil pesos, no era mucho pero quería tener una bicicleta a como diera lugar. A ese precio no es que fuese a conseguir una bici nueva y tampoco la mejor, pero yo creía que era mejor algo que nada. Salimos de la U, él en la bici y yo montada en la barra de adelante, bajamos por la Cl. 50 (Colombia) hasta el Bazar de Los Puentes.
Había toda clase de artículos usados, antigüedades dispersas en la acera, cables, cámaras, gafas, zapatos y lo que se pueda imaginar. Adentro, en los locales, artículos más costosos: ropa, electrodomésticos y bicis. Por la forma sospechosa en que se comportaban las personas nos dimos cuenta de que las bicis que venden allá, en su mayoría son robadas, las llevan con urgencia de dinero para droga y las entregan por 20 mil pesos o menos, luego las re venden.
Decidimos seguir buscando y fuimos a dar a la Plaza Minorista. Entre verduras y gallinas llegamos a la parte de las ferreterías y las ruedas. ¿Qué bici quería? ¿En qué características debía fijarme? Tenía poco dinero pero debía obtener el mejor producto. Alejo las miraba y preguntaba por las llantas, el material del marco y las piezas.
El primer consejo que recibí fue: “No te compres una bici muy aparente, mejor bajo perfil, que no sea muy robable” para nadie es un secreto que en Medellín aún se vive un clima de inseguridad.
Entre local y local vi a “Cerati” mi primer bici, a la que le puse así en honor a Gustavo Cerati, mi cantante favorito, como queriendo unir la música con mi nueva adquisición en un acto emocional. Lo cierto es que “Cerati” fue mi escuela, pero la peor compra que he hecho en mi vida.
Estaba repintada de gris plata, tenía una llanta roja y la otra negra, todas las piezas eran de diferente procedencia y estaban acomodadas cual Frankenstein con un poco de óxido. Sin embargo, fue la mejor opción que encontramos y yo estaba feliz.
Con el tiempo me di cuenta que si uno va a comprar una bici, es mejor comprar una que sea buena desde el principio y no una que uno crea que puede mejorar.
Cuando todas las piezas han pertenecido al mismo grupo desde el principio, envejecen a la par, de alguna forma se acomodan naturalmente al esqueleto.
Mi “Frankenstein” por el contrario comenzó a dañarse pieza por pieza y de a poco. Me dejaba varada en cualquier lugar, siempre quise quitarle la vibración y el ruido.
Estar montada en “Cerati” implicaba tener que escuchar el chirrido constante de algo que no estaba lo suficientemente bien engrasado, una pieza que era demasiado vieja, estaba averiada, mal calibrada o en la posición incorrecta.
Si una bici “está saludable” implica que su andar sea más silencioso que la caída de una hoja.
Recorriendo largas distancias, el viaje se disfruta más si es callado y estable; sensación diferente a la que sienten los motorizados cuando ruge un motor escupiendo humo en la cara de cualquiera.
Cerati sonaba todo el tiempo y todo el tiempo yo intentaba arreglarla. Terminé cambiando casi todas las piezas (menos el marco) y gastando más dinero y más tiempo que si hubiese comprado una con ese mismo dinero desde el principio. Como tuve que caminar, buscar y lidiar con cada una de las piezas, aprendí desde lo que es una espiga hasta porqué la bici no “está saludable”.
Aprender a conocer la bici es tan necesario como cuando en la película Avatar los Na’vi se conectaban a sus animales
Eso no lo hizo ninguno de ellos: escuchar mi bici. Así que fui yo quien tuvo que aprender a interpretar sus sonidos y vibraciones, como Gustavo con la guitarra.
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III. Entre el pavimento y el cielo
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